Ferdinand Demara, conocido como «El Gran Impostor», es un curioso y brillante ejemplo de hasta dónde puede llegar a estar presente la mentira en el ser humano. Fue un hombre que vivió una infancia sin complicaciones, hasta que en la crisis económica de 1929 su familia, hasta entonces bien situada, quedó en la ruina y tuvieron que reconsiderar un estilo de vida más humilde. Ferdinand nunca superaría esto, y con 16 años se marchó de casa. Desde entonces se buscó la vida desarrollando todo tipo de argucias: vivió en varios monasterios, se alistó en el ejército y después en la marina, cambió diversas ocasiones de nombre, llegó a fingir su muerte, fue profesor de psicología, celador, médico, abogado, consejero, capellán… a estas alturas nos estaremos preguntando ¿pero cómo lo lograba?, pues bien, le ayudaban mucho dos peculiaridades: una memoria fotográfica y un coeficiente intelectual muy por encima de la media, que le permitían memorizar con gran rapidez datos y procedimientos. Lo que más quizá pueda sorprendernos de todo esto (que no es poco) es que fue un impostor peculiar, ya que nunca intentó hacerse rico con sus engaños, ni cometer otros delitos más allá de la mera suplantación; se tomaba sus engaños como un desafío y procuraba hacerlo de la mejor manera posible. Cuando fue por fin descubierto y le preguntaban las motivaciones de sus actos, se limitaba a responder «Picardía, sólo picardía«.

En esta vida todo es verdad y todo mentira, decía Calderón de la Barca, pero, más allá de ser una práctica que socialmente no está bien vista desde el plano moral y ético ¿qué sabemos de la mentira?

La naturaleza y el engaño

Engañar a los otros es una práctica que no sólo pertenece al terreno de los seres humanos, en la naturaleza hay una feroz competencia por los recursos limitados, así que existen innumerables ejemplos animales que ilustran ese tipo de estrategias evolutivas.

Conocemos la efectividad de diferentes formas de camuflaje para pasar desapercibidos con el fin de cazar más fácilmente o evitar ser engullidos. La mantis orquídea es capaz no solo de contorsionarse hasta adoptar la forma de la flor, sino que además puede ser más brillante que la planta que imita para atraer a sus víctimas. Otro ejemplo es el pez globo el cual cuando se siente vulnerable se hincha para hacerle creer a su depredador que es más grande y peligroso.

Más compleja parece la de los chimpancés, como una de las que se cita en el libro de Volker Sommer Elogio de la mentira: “Un macho dominante estaba comiendo plátanos recogidos de un lugar que ningún otro miembro del grupo conocía. En ese momento apareció otro chimpancé. El macho dejó el plátano en el suelo, se alejó unos pasos y miró los árboles con cara de no saber nada. El recién llegado siguió caminando un poco, pero cuando el otro ya no podía verlo, se escondió. En el instante en el que el primer macho quiso seguir comiendo, el segundo macho salió de su escondite, hizo huir al otro y devoró los plátanos.” Tal serie de acontecimientos tiene la complejidad de engañar al que engaña y es difícil no denominar tal estrategia como mentira.

El engaño tiene una larga y documentada historia en la evolución de la vida social y al parecer cuanto más sofisticado es el animal más comunes son los juegos de engaño y más ladinas sus características. No hay duda acerca de que el mentiroso más ingenioso es el ser humano. Los inicios de la mentira en nuestra especie se vislumbrarían como un arte prehistórico, por ejemplo, en el contexto de las técnicas de caza que utilizaban los primeros hombres, en la que se ocultaban de la vista de la presa escondiéndose en lugares durante horas, dirigiéndolo a ciertos sitios en los que se encontraría en clara desventaja para darle caza, camuflando trampas… ahí comienza todo, como una práctica que se nos hizo necesaria para subsistir.

Dándole forma a la mentira

La cuestión del engaño ha evolucionado, y en materia de seres humanos habría que diferenciar la mentira del engaño, porque nos pueden parecer similares pero no están reflejando lo mismo:

  • Mentir en la Real Academia Española de la Lengua se define como «decir o manifestar lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa». Entonces, la mentira es el enunciado que se dice sabiendo que no es verdad. Por lo tanto, cuando una persona miente está diciendo lo contrario de lo que se sabe que es real o existente. Cuando uno miente distorsiona los datos de la realidad.
  • Engañar es «hacer creer a alguien que algo falso es verdadero». Es el arte de hacer creer las mentiras; la serie de estrategias o movimientos de seducción que llevamos a cabo para conseguir transmitir como certero lo que pensamos que no es cierto.

Existen diversas maneras de intentar transmitir una mentira: ocultando y/o falseando elementos decisivos, despistando al otro reconociendo la emoción propia pero atribuyéndola a una causa falsa, aderezarla con exageraciones o detalles, haciendo uso de evasivas para desviar la atención de nuestro interlocutor, etc.

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Aprendiendo a mentir

Al igual que las rabietas y aprender a jugar por turnos, las mentiras forman parte del crecimiento de todo ser humano.

Al respecto, una interesante columna publicada recientemente en el Wall Street Journal reflejaba que la habilidad para distorsionar la verdad o aprender a mentir es una parte fundamental del aprendizaje general, es un hito en el desarrollo evolutivo de los niños, muy similar a aprender a caminar o a hablar.

Las investigaciones conducidas por Kang Lee, un psicólogo académico de la Universidad de Toronto, demuestran que en los niños precoces las mentiras aparecen muy pronto. Entre los niños de 2 años que saben hablar, un 30% trata de engañar a sus padres directamente frente a sus ojos en algún punto. A la edad de 3 años, un 50% lo intenta con regularidad. Mentir se vuelve común en un 80% de los niños de 4 años, y aparece en la inmensa mayoría de los niños sanos de entre 5 y 7 años.

Antes de continuar con las conclusiones del estudio debemos tener en cuenta que:

  • Los niños más precoces pueden comenzar a mentir sobre los 2 o 3 años, pero en esta época las mentiras suelen ser bastante “increíbles”. Del estilo: “ha venido un conejo gigante y se ha comido el chocolate”.
  • Ya sobre los 4 y 5 años, la mayoría de los niños y niñas ha aprendido que existen diferentes opiniones entre las personas. Este descubrimiento, que se lleva a cabo desarrollando lo que se ha denominado como Teoría de la Mente, es el disparador para que aprendan a mentir ya que, sabiendo que el otro puede pensar diferente, intentan crear un engaño para salirse con la suya. Sin embargo, muchos niños y niñas de esas edades no mienten a propósito sino que confunden fantasía y realidad (tengamos en cuenta que es la época del amigo imaginario, un compañero de aventuras que muchos niños jurarían que realmente existe).
  • Entre los 5 y los 10 años van comprendiendo realmente qué significa mentir y sobre los 11 ya saben distinguir perfectamente entre mentiras y verdades.

Para desarrollar esta habilidad el Dr. Lee asegura que se requieren dos ingredientes:

1) La adquisición de la Teoría de la Mente o la necesidad de comprender lo que hay en la mente de la otra persona –para saber lo que ellos saben y no saben-.

2) El desarrollo de la función ejecutiva, específicamente la capacidad para anticipar y evitar acciones indeseadas; perfeccionando la habilidad de inhibir la urgencia por decir la verdad y cambiarla por una mentira.

Cada mentira es, para los más pequeños, una oportunidad perfecta de aprendizaje, de profundizar en esta capacidad de predecir el conocimiento, las creencias, las emociones del otro. Después de todo, esta habilidad cognitiva es también la que fomenta la empatía.

¿Por qué lo hacemos?

Dejando al margen patologías, lo cierto es que los estudios sobre este campo calculan que mentimos desde 4 hasta 200 veces diarias, y hasta se apunta a que se miente más por la tarde. Reconozcámoslo: pese a que dé más trabajo que la verdad, todos mentimos.

a) Por temor: la persona tiene miedo de ser descubierto, enjuiciado y ser castigado, por lo tanto miente para evitar un estímulo aversivo, como una reprimenda o hacer algo que le desagrada.

b) Para engañar: cuando percibimos que se puede sacar ventaja de una información falsa y la usamos premeditadamente mintiendo.

c) Por desinformación: la persona desconoce la realidad, y miente en función de los pocos datos que posee. Él sabe que no está bien informado, pero miente para salir del paso.
d) Para exagerar: El individuo distorsiona la realidad, exagerando sus causas y/o sus efectos, y miente proporcionado datos deformando los hechos.

e) Para hacer daño: sí, a veces nos dejamos llevar por la ira y el rencor.

f) Por placer: Hay autores que denominan el “subidón del mentiroso” (cheater’s high) a la sensación agradable y placentera que algunas personas experimentan cuando mienten o hacen trampa si creen que no hacen daño a nadie y no son descubiertos; incluso cuando su engaño no tiene ninguna recompensa tangible.

Un estudio reciente que investigó los beneficios afectivos de las conductas deshonestas, publicado en el Journal of Personality and Social Psychology por Nicole E. Ruedy y colaboradores, consistía en dar la posibilidad de copiar en un examen o de atribuirse más horas trabajadas de las reales. Las personas que engañaron (casi un 70% de los 1000 participantes) se sintieron mejor en promedio que aquellos que no.

g) Por imitación: El individuo observa que los otros mienten, por lo tanto, él también usa la mentira para defenderse, para sacar algún beneficio como el sentirse integrado.

Si observamos los motivos, el motivo de base y común en todos ellos es que se miente sobre todo como forma de protección (subjetiva, por supuesto), lo que no deja de ser una función que experimentamos como adaptativa.

Entonces… ¿por qué no mentir constantemente?, si bien a corto plazo pueden parecer tentadora y beneficiosa la idea de enmascarar constantemente emociones, ideas o pensamientos a los otros por temor a la reacción que éstos puedan causar, a medio y largo plazo conllevaría erosionar nuestra red relacional, perderíamos credibilidad y profundidad, autenticidad, al no compartir con el resto del mundo quiénes somos y, en definitiva, correríamos el riesgo de provocarnos un intenso sentimiento de soledad.

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Datos curiosos

  • La mentira más repetida: el tradicional «bien» a la típica pregunta/saludo de «¿Qué tal estás?».
  • Lo que es exclusivamente humano es la capacidad de autoengaño. A veces las mentiras nos las contamos a nosotros mismos y lo que es peor, creemos en ellas, nos justificamos. Es muy posible mantener un concepto de sí mismo como persona honesta a pesar de que la evidencia sea la contraria: con tal de proteger el autoconcepto de la invalidación nos basta con disminuir subjetivamente la relevancia o daños de los actos deshonestos.
  • Con el autoengaño (pongamos un sencillo ejemplo: comprometernos a realizar deporte para posteriormente justificar-nos por qué no lo hacemos) nos estamos generando una incongruencia en cuanto a pensamientos conocida en psicología como disonancia cognitiva, la cual provoca un malestar psicológico que generalmente deriva en ansiedad o angustia.
  • Los niños mienten a sus padres con mucha más frecuencia de lo que estos imaginan porque creen que así se ajustarán mejor a sus expectativas y porque les parece que decirles lo que quieren oír les hará sentir mejor que decirles la verdad.
  • Las personas identificamos con mayor facilidad verdades que mentiras y esto es así porque presentamos una tendencia a considerar que los demás dicen la verdad, lo cual incrementa nuestra precisión al juzgar verdades y la reduce al juzgar las mentiras.
  • Existe una serie de creencias populares sobre los indicadores gestuales del engaño (como que los mentirosos apartan la mirada, cambian con mayor frecuencia la postura o vacilan más al hablar), que no se ven corroboradas por la evidencia empírica de investigaciones de psicólogos y comunicólogos. Detectar la mentira a partir de cambios fisiológicos y señales no verbales es tremendamente difícil, depende más de circunstancias específicas que de la interpretación que podamos hacer subjetivamente de una serie de gestos sin tener en cuenta todos los procesos por los que está pasando nuestro interlocutor en ese momento dado.
  • Por eso mismo, el detector de mentiras o polígrafo no cuenta con validación científica a la hora de resultar fiable como instrumento de medición, ya que no parece existir ningún patrón común en la respuesta anatomofisiológica de los seres humanos ante un hecho eminentemente moral y psicológicamente complejo como es la mentira.
  • Sin embargo sí se ha demostrado que mentir provoca en nuestro organismo un aumento de cortisol (conocida como la hormona del estrés) y de niveles de testosterona, cuya función, entre otras, es la de disminuir nuestra empatía con el mundo. Una vez pasado el episodio deshonesto todo vuelve a la normalidad a no ser que encadenemos un acto deshonesto tras otro de forma repetida y constante.
  • El cerebro humano dispone de un “detector de honestidad”. A través de técnicas de neuroimagen investigadores de la Universidad de Pensilvania descubrieron que incluso antes de que formulemos verbalmente una mentira, se activa una zona de la corteza prefrontal de nuestro cerebro, conocida como corteza cingulada anterior, es como si saltase una alarma que detecta el proceso lo hayamos verbalizado o no.