Hemos de pensar en la diferencia que existente entre lo que nos da miedo y lo que nos gusta. Distinguimos entre lo que tenemos que hacer del camino que recorremos, hasta que lo hacemos; es decir, que ante la situación temida existe la diferencia de hablar al público propiamente dicha, y la espera que se genera en nosotros en la que nos preguntamos cuándo nos va a tocar hacerlo. Sabemos que la ansiedad puede aparecer antes, durante y después de una situación temida; en el caso de la fobia social, la ansiedad aparece por un supuesto anterior, es decir, que antes de cualquier evento ya nos hemos planteado nuestra vida como fóbicos sociales, por lo que al final tendemos a interpretar las situaciones desde ahí, llegando a decir, por ejemplo, que “ir a fiestas no me gusta”, pero quizás este tipo de afirmaciones no sean ciertas, y simplemente es que como nos formulamos expectativas (en este caso negativas) las cuales nos condicionan a vivir las cosas desde una determinada óptica y hace que lo pasemos mal, incluso antes de que se inicie la acción. Por lo que el hecho de escuchar que estamos invitados a una fiesta ya nos da pie a pensar en lo mal que lo pasaremos allí y, por tanto, lo poco que nos gustan las fiestas; pero es que en realidad pensemos que lo que estamos haciendo en esos casos es sentir las cosas antes de que aparezcan.

Desde luego el sufrimiento de la espera es mayor, porque durante ella se nos cruzan pensamientos rápidos u automáticos como “¿Qué es lo que va a ocurrir?”, pensamientos que se relacionan con un miedo a lo desconocido, a lo que todavía no hemos vivido y de los que nos parece que no podemos escapar.

De esta forma, podemos darnos cuenta de que, en realidad, sufrimos más angustia por el miedo posible que por el miedo real. La posibilidad de vivir algo que no vamos a poder soportar es lo que más angustia o frustración nos va a producir, y por ello, en muchas ocasiones, intentamos defendernos o evitar la situación que nos da miedo, provocando en nosotros un alivio temporal, pero que a la larga se torna en un malestar real.

 

Se observan tres posibles defensas o reacciones ante las situaciones que nos provocan malestar:

  • Seriedad. Podemos observar cómo los animales cuando perciben la existencia de algo amenazante suelen huir o paralizarse, en este caso nosotros reaccionaríamos igual que el animal paralizado, desplegando un caparazón protector que impida la expresión de sensaciones.
  • Sonrisa nerviosa. También se trata de un intento por ocultar nuestro estado, pero en esta ocasión deseando transmitir que nosotros no vamos a amenazar para así intentar asegurarnos que los demás no lo harán tras este intento de agradar al otro.
  • Abandonando la escena. Para evitar la ansiedad, evitamos a las personas; pero con la estrategia de evitación del problema lo que conseguimos es cambiar un sufrimiento a corto plazo por sufrimiento a largo plazo, pues aunque deseamos atajar el miedo la angustia sigue presente.

Un hombre llega a la plaza de un pueblo y ve a otro gritando y haciendo movimientos extraños, a lo que se le ocurre preguntar:

– ¿Qué está haciendo buen hombre?
– Espantando leones –le dijo aquel–
– Pero… ¡si aquí no hay! –le contestó extrañado–
– Claro, ¡¡porque los estoy espantando!!

Es curioso, pero nunca tocamos el miedo porque, en el fondo, pensamos que mientras intentemos evitarlo, mientras no nos enfrentemos a él, nunca aparecerá.

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Las expectativas negativas de este tipo harán que nuestro sistema nervioso genere una serie de sintomatología. Y es que pensemos que tenemos un sistema de alarma natural que nos previene de los peligros: podemos ver que la ansiedad es una respuesta que damos ante un estímulo que nos parece peligroso. Todo nuestro organismo tiene reacciones que responden antes esto, como un mecanismo de supervivencia en el que antaño tenía un sentido más práctico puesto que venía un león corriendo hacia nosotros (un estímulo externo), pero ahora ya no nos enfrentamos a leones, sino a nuestra propia interpretación de la realidad (estímulos internos); y aunque esto haya cambiado, nuestra fisiología y sus mecanismos de reacción no lo han hecho. Por todo ello tenemos esas apariciones fisiológicas; podríamos decir que partimos de una respuesta defectuosa, porque la gente ya no tenemos miedo al león, sino a nuestra propia respuesta ante determinada situación específica.

Así que podríamos decir que el ataque de pánico no es el pánico en sí, sino todo lo que hacemos para no sentirlo. Vemos que algunas personas desarrollan miedo al miedo como es en el caso de la agorafobia, pero en el caso de la fobia social sería miedo a que me traicione el miedo.

Siempre iremos con una serie de supuestos con los que creemos que iremos prevenidos por si acaso nos hieren los resultados, como por ejemplo “voy a meter la pata”, “no voy a resultar interesante”, “se van a dar cuenta de que soy raro”, “me voy a quedar bloqueado”… De tal manera que uno ya tiene una serie de supuestos que equipara a profecías y que, aunque no sepamos cómo lo hacemos, al final se terminan cumpliendo por lo general. Desarrollamos una gran imaginación (anticipando los eventos) y además demostramos una especie de pensamiento circular, una concentración hacia el problema de forma ligeramente obsesiva en la que lo importante parece ser tener la interacción bajo control.

Lo que percibimos inicialmente como “carencias sociales” no forman parte de nuestra personalidad, sino que se trata del un mecanismo general que reacciona, como ya hemos dicho, ante una sensación de amenaza o miedo, usado en estos casos de forma más extrema de lo que objetivamente requiere la situación de cara a nuestra supervivencia. Ante las autoexigencias y la idea de que de ninguna manera ninguno de nosotros tenemos habilidades sociales deficientes, es importante tener en cuenta que cuanto más centremos nuestros pensamientos en “vender nuestro producto” y no pasar miedo, cuantas más exigencias nos planteemos de cara a una interacción, menos nos centraremos en la misma. Esto ocurre porque la mente entiende de muchas cosas, pero no entiende de negativas, nuestro cerebro hace justo lo contrario de lo que le pedimos.

Una de las consecuencias del miedo es un gran desequilibrio atencional, en el que desarrollamos una capacidad de concentración increíble enfocada hacia nosotros mismos es decir que, no sólo presentamos determinada sintomatología sino que además, en esas situaciones, sólo prestamos atención a esos síntomas, dando como producto que la otra persona al final de igual. De tal forma que sólo estamos pendientes de lo que nos ocurre a nosotros mismos, no tratándose un problema en el que se refleje egoísmo, sino más bien resulta que la conversación no importa porque lo que realmente nos parece importante es llevar bien la conversación.

Quizás sea cuestión de plantearse que uno puede llegar a tener una visión distorsionada de sí mismo y de la realidad que le rodea, la cual puede llegar a jugar un papel de “ruido mental”, equivalente al que puede haber en una discoteca, resultando molesto si pretendemos hablar con un amigo, impidiéndonos una comunicación fluida y clara. De tal forma que, como ya venimos diciendo, la mente humana no está hecha para descubrir la verdad, sino para percibir acontecimientos que hagan que confirmemos nuestros supuestos, haciendo que mantengamos un contacto escaso con la realidad. De hecho, cualquier intento por cambiar esa realidad individual y subjetiva será saboteado por la mente (o por lo menos lo intentará), enterrándonos en nuestra propia percepción.

Debemos tener presente que además existen una serie de conductas defensivas o de evitación añadidas, señaladas anteriormente, que hacen que cada vez se restrinjan más nuestros movimientos. Solemos evitar el contacto con la realidad, con las interacciones, y así todo puede ser confirmado a través de nuestra teoría. Creyendo que con la huída aumentaremos nuestra paz mental, proporcionándonos una gran frustración a la larga. Dibujando así una cadena de pensamientos-acciones tal que: Si soy frágil y se dan cuenta — No lo voy a poder soportar — Me protejo –Me aíslo — Favorezco la aparición de frustración.

Un tratamiento adecuado para la fobia social ha de contemplar los diferentes factores que están presentes en el trastorno. La psicoterapia permite establecer modelos alternativos de pensamiento y conducta, así como la adquisición de habilidades que nos permitan relacionarnos de manera eficaz, permitiendo una mejora de la autoestima, y un aumento de la seguridad en las situaciones de interacción social. En ocasiones se puede tratar con fármacos, fundamentalmente ansiolíticos, que permiten la disminución de los síntomas, y antidepresivos.